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Full text of "Cuentos para los hombres que son todavía niños [microform]"

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SON  todavía  NIÑOS  •  POR 


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OTERO  &  CO.,  Irapresoret 
PERÚ,  856/58  -  Bs.  Airas 
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CUENTOS  PARA  LOS  HOMBRES 


QUE  SON  todavía  NIÑOS 


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Ea  propiedad  del  autor. 


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C  VENTOS 

PARA  LOS  HOMBRES  QUE 
SON  todavía  niños  »  POR 
TERESA  DE  LA  t  aaaí^aaaaa 


OTERO  «c  CO.,  Impretoref 
Perú,  856/58  -  Bs.  Aires 
1919  


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DEL    AUTOR 


Inquietudes  sentimentales,  (1/  y  2/  edición,  agotadas). 

Los  tres  cantos. 

^n  la  quietud  del  mármol. 

Anuari. 

Cuentos  para   los  hombres  que  son  todavía  niños. 

EN  PREPARACIÓN: 

^l  libro  del  camino.   (Diario  íntimo). 

¿n  la  callejuela  de  la  vida  y  de  la  muerte.  (Novela). 


PARA  MIS. HIJAS  ELISITA  Y  SILVIA 


DULCEMENTE. 


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A'enicl  acá,  hermanos.  Sentaos  a  mi  alrede- 
dor, quietecitos  como  criaturas  de  pocos  años,  y 
cerrando  los  ojos,  así,  suavemente,  oídme  que  voy 
a  contaros  un  cuento. 

Quiero  refrescar  vuestros  corazones  escép- 
ticos,  cargados  de  tiempo,  tocándolos  con  la  va- 
rita mágica  de  la  Fantasía. 

Abriré  para  vosotros  la  puerta  de  su  tem- 
plo. El  pórtico  es  sagrado.  Debéis  atravesarlo 
llenos  de  unción  y  de  fe. 

T.  de  la    f 


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MAHMU 


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MAHMÜ 


Mi  muñeca,  fea,  desgarbada  y  triste,  es  una 
figura  soñada  bajo  la  influencia  del  hachish. 

Es  de  esas  muñecas,  que  arrancan  de  los  la- 
bios infantiles  una  risa  acariciadora,  y  el  mejor 
sentimiento  de  bondad  a  sus  almas  puras. 

Los  niños  quieren  a  sus  juguetes  feos,  los 
compadecen;  presienten  ellos  que  la  fealdad  es 
un  defecto  inexcusable  en  la  vida.  .  . 

Mi  muñeca  larga,  lai^a ,  como  el  bostezo  de 
un  hambriento,  se  llama  Mahmú. 


—  12  — 

Sus  anchos  pies  están  calzados  por  lindos 
borceguíes  castaños ;  dos  poemas  de  zapatero  vie- 
jo, que  al  coser  los  botincitos  hilvanó  en  ellos 
sus  últinías  ilusiones ... 

Apoyada  en  el  espejo  del  tocador  me  mira 
la  muñeca,  con  sus  ojos  de  jirafa  mansa,  fijos  y 
brillantes  como  si  llorasen  silenciosamente. 

— ¿Qué  tienes  muñequita  mía?  ¿Por  qué  se 
humedecen  tus  ojíeos? 

Pobrecita,  la  tráio-o  a  mi  cama,  apretada  en- 
tre los  brazos,  le  arrullo,  l'e  canto,  juego  con  su 
cabecita,  destrenzando  sus  sedosos  cabellos  color 
de  avellana. 

Mi  Mahmú  íes  la  única  figura  que,  como  yo,  se 
asemeja  a  un  ser  humano;  la  única  que -conoce  mi 
soledad. 

De  tanto  mirarla,  en  mi  ansia  de  ser  com- 
prendida, he  traspasado  un  soplo  de  entendimien- 
to a  sus  miembros  de  trapo. 

Me  habla  y  dice:  —  Hace  frío,  ¿verdad? 


—  13  —     . 

— Sí,  hace  frío  —  respondo. 

— ¿  Y  no  hay  sol  ?  ¿  Dónde  estamos,  Teresita  ? 

— ¡  Ah  muñequita !  Este  es  tu  país  natal ;  no  lo 
recuerdas  porque  al  salir  de  aquí  no  tenías  pen- 
samiento. Reposabas  muy  tiesa  dentro  de  una 
caja  de  cartón,  acuñados  los  brazos  con  pajitas 
de  arroz . 

— Entonces  ¿estaba  muerta?  —  me  dice  con 
su  vocecita  nasal. 

— Si,  muñequita,  guardabas  frío  silencio ; 
eras  el  ídolo  de  muchas  criaturas  que  vislumbra- 
ron tu  carita  en  las  vidrieras  de  un  almacén.  Tú 
esperabas,  sin  imaginarte,  que  manecitas  infan- 
tiles vendrían  a  darte  calor,  animación, 

— Entonces  ¿  tú  eres  una  niña  ?  •* 

¡  Pobre  Mahmú !  No  sabe  cuánto  me  duele  su 
pregunta,  ni  se  ha  fijado  que  vuelvo  la  cara  para 
que  no  vea  mi  angustia. 

—No  muñeca  mía;  no  soy  uiia  niña.  Las  chi- 
quillas no  conocen  las  miserias,  no  han  penetrar 


■  ]  -le- 

do la  vida,  y  tienfen  una  madre  que  las  besa  pro- 
tegiéndolas, como  yo   a  tí. 

Guardamos   silencio,  ella  en  su  corazón  de, 
estopa,  yo  en  el  mío  de  piedra. 

Nieva;  el  cisne,  caballero  del  invierno,  deja 
■^las  heladas  plumas  de  su  pecho  en  mi  balcón. 
'       Yo  pienso,  recuerdo ...        i 

— Oye,  Teresita  —  me  interrumpe  Mahmú 
—  las  otras  muñecas  ¿pueden  hablar  como  yo? 

— Si,   Mahmú,  las  que  han  sido  compradas 
para  los  niños . 

— ¿Cómo  son  los  niños? 

— Ah!  tú  no  pudd'es  imaginarlo,  Mahmú. 
Ellos  son  poetas  vírgenes,  son  sabias  de  frente  > 
tersa,  sus  miradas  trascienden  una  dulzura  que 
da  ganas  de  llorar.  Sí,  Mahmú,  las  muñecas  ha- 
blan por  la  boca  de  los  nenes,  y  gimen  y  rien . . . 
Yo  no  sé  por  qué  me  apena  decírtelo,  pero 
tú  has  caído  en  manos  d^  una  juventud  anciana. 
Mis  ojos  no  pueden  mirarte  como  esos  ojos  lím- 


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-  15  -  ,> 

pidos,  espejos  del  cielo,  y  lo  que  dice  mi  boca,  es 
un  doloroso  remedo  de  aquello  que  hablan  los 
niños . 

i  Ah,  los  hijos !  Habrá  palabras  para  de- 
cirte cual  es  la  incomparable  felicidad  que  ellos 
regalan  con  sus  besos  al  corazón  de  la  madre; 
ellos  son  bondad,  son  fuente  de  pureza.  Con  sólo 
verlos  brota  del  alma  un  acto  de  contrición,  así 
como  brotan  espontaneáis  las  flores  bajo  la  cari- 
cia del  sol. 

Los  hijos  son  el  radioso  lucero  en  la  noche 
tormentosa  de  la  vida.  Si  se  van,  o  se  mueren, 
jamás  se  les  olvida;  la  ausencia  y  la  muerte,  no 
son  capaces  contra  la  gloria  única  de  ese  amor. 

¡Ah,  los  hijos,  los  hijos! 

— Teresita,  tu  voz  tiembla,  está  húmedo  tu   ; 
rostro,  ¿lloras? 

— No  muñequita,  hace  frío .  .  .  nieva .  .  .  hay    ■ 
un  eterno  invierno  dentro  de  mi  corazón . 

Mahmú  aflijida  se  esconde  entre  mis  brazos; 


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—  16  —  , 

SUS  manecitas  pequeñas,  rellenas  de  algodón,  res- 
balan suavemente  por  mi  rostro,  y  nie  dice  al  oído 
con  voz  entrecortada: 

— Teresita,    yo    te    quiero    tanto;    Teresita 
tengo  ganas  de  rezar ... 


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^    TAMBIÉN  PARA  ELLOS 


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TAMBIÉN  PARA  ELLOS... 


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Job,  era  el  nombre  de  un  modesto  pollino 
que  tenía  por  exclusiva  tariea,  llevar,  desde  el  tri- 
lio  al  granero,  las  alforjas  repletas  de  rubio  trigo- 
Estaba  viejo  el  pobre  Job.  La  carga  y  los 
palos  qu-e,  sin  mayor  motivo,  propinábale  su  arrie- 
ro, le  habían  aniquilado!.  A  pesar  de  todo,  hu- 
milde, resignado,  cumplía  con  su  deber,  pensan- 
do, allá  en  las  tinieblas  del  calaba^do  cerebro. 


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-  20  - 

que  su  destino  era  morir,  las  alforjas  sobre  el 
lomo,  durante  el  cotidiano  trajín. 

Como  la  providencia  es  maternal  y  a  toda 
cuita  da  su  alivio,  sucedió  que  Job  fué  jubilado  en 
repentino  ablandamiento  sentimental  del  amo.  Era 
tiempo.  Catorce  años  de  trabajo  asiduo,  del  alba 
al  crepúsculo,  bien  merecían  recompensa.  Job  se 
la  ganó  honradamente  con  abundante  sudm*  de  sus 
costillas.  ^^/^ 

Libre  ya  de  penurias,  nuestro  peludo  héroe 
fué  llevado  al  potrero,  donde  serpenteaba^  cual 
rayo  de  luna,  un  despreocupado  hilo  de  agU^ . 

Verdino  estaba  el  campo,  mansa  la  prade- 
ra, y  extendido  manto  de  sedas  flotaba  en  las  fal- 
das'de  la  montaña.  i 

Job  abría  grandes  las  fosas  nasales,  reso- 
plando sobre  las  yerbas,  aspirando  sus  frescuras. 

Sus  orejas  se  movían  a  impulsos  de  gracio- 
sos gestos,  que  él  hacía  para  percibir  mejor  las 

notas  bulliciosas  de  los  miles  de  insectos  que  ame- 

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nizan  la  gran  fiesta  estival. 


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Su  hocico  iba  de  un  lado  a  otro,  voluptuoso 
de  golosinas  vegetales,  mordiendo  sin  método  to- 
da clase  de  malezas  sabrosas. 

Por  fin  se  regalaba  a  gusto  después  de  una 
vida  de  privaciones.  Entre  tanto  halago  recor- 
daba el  infeliz  su  juventud.  "¿Fué  acaso  juven- 
tud la  mía?",. se  preguntaba. 

Nació  hermoso.  El  cuerpecillo  cubierto  de 
rizada  piel  plateada,  vacilaba  sobre  las  delgadas 
patas. 

Largas,  derechas,  las  orejas  amenazaban  to- 
car los  cuernos  de  la  luna .  Asi  se  lo  decía  su  ho- 
nesta madre,  una  paciente  burra  de  noria,  en  tan- 
to que  amorosa  hacía  el  aseo  del  hijo,  lamiéndolo 
tiernamente. 

Cuando  Job  pudo  comer  cascaras  de  patata, 
corteza  de  melones  y  otras  blandas  cosillas,  bru- 
tales los  arrieros  arrancáronlo  de  la  protección   . 
materna,  y  sin  consultar  su  vocación,  le  pusieron 
al  trabajo. 

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I. 


—  22  — 


En  su  joven  seso,  no  concebía  Job  seres  de- 
salmados. —  ¿Por  qué  podían  ellos  existir  si  é! 
era  resignado  y  ante  todas  las  vilezas  doblaba  su 
larga  cabeza  gris? 

Pero  había  hombres  crueles,  pues  él  sentía 
que  cargaban  sus  ancas  con  pesos  que  su  cuer- 
pecito  endeble,  de  tierno  pollino,  apenas  podía 
resistir. 

Sufría  mucho.  Llenaban  el  corralón  sus  re- 
buznos doloridos.  ¿Mas  quién  prestaría  atención 
a  un  burro?  s  ^ 

Al  cabo  del  priiirer  año  de  trabajo,  su  con- 
ducta obediente  llamó  la  atención  del  mayordo- 
mo de  la  granja,  y  ésüe  bautizólo,  irónicamente 
ccn  el  nombre  de  Job. 

También  recordaba  el  cuadrúpedo  las  bro- 
mas de  sus  compañeros  de  establo;  amargo  sa- 
bor subía  a  su  gaznate,  volviéndole  incomibles 
las  jugosas  verduras. 

Una  noche,   después  de  rudo  trabajar,   ad- 


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—  23  — 

virtió   que   su   corazón   se   abría   dulcemente   al 
a/mor ;  también  los  asnos  tienen  corazón . 

La  silueta  robusta  de  una  hermosa  yegua 
baya  que  pacía  en  los  alrededores  del  establo,  tur- 
bó su  tranquilidad. 

Espontáneo,  lleno  de  entusiasmo  acercóse  el 
inexperto  jumento  al  objeto  de  su  inquietud  y 
puso  a  sus  patas  la  ofrenda  de  pasión.  Más  le  . 
valiera  haber  guardado  su  entusiasmo.  ¡Infeliz 
Job!  Como  recompensa  recibió  un  par  de  coces, 
viniendo  a  amargar /éus  recien  nacidas  tribula- 
ciones, los  rebuznos  de  insolente  regocijo  con  que 
acojieron  tan  celebrado  gesto  los  gaznápiros  del 
corralón. 

Desde  ^entonces,  el  desengañado  burro  es- 
condió sus  sentimientos,  dedicándose  a  rumiar- 
los tristemente,  mientras  haéía  el  camino  desde 
el  trillo  al  granero  y  desde  el  granero  aí  tri- 
llo. Todo  a  su  alrededo/r  'predicábale  esperan- 
zas.  La   campiña  luminosa,   inmenso  racimo  de 


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_  24  — 

apretados  trigos;  los  árboles  donde  anidan  las 
voces  del  sol  y  de  la  vida,  el  collado  quebrado  en 
sombras,  que  se  ofrece  a  las  alturas  celestes  en 
holocausto  de  mieses  aromadas . 

Job  no  parecía  oir  ni  gustar  de  nada:  lle- 
vaba muerta  la^ilusión.  Dicen  los  sabios,  que  a 
los  burros  les  basta  un  desengaño  para  curarse  de 
la  fantasía.    ^  '- 

El  jumento  aceptaba  todo. — ¿Qué  es  la  resig- 
nación sino  agonía  de  ideales? — ^^Así,  cuando  Job 
se  encontró  libre  de  esclavitudes,  experimentó  ali  • 
vio  y  dolor .  >^ 

Érale  angustiosa  la  libertad;  sentía  el  cua- 
drúpedo la  melancolía  de  un  preso  que  en  cade- 
nas hubiese  perdido  la  vista.   - 

Estaba  viejo.    Jamás,  jamás  brotaría  en  su 
corazón    aquel    capullito    que    antaño    le  hiciera 
estrecemer  de  amor. 
^^        Vagaba  ahora  por  sotillos  y  potreros,  gus- 
tando sólo  del  alimento,  como  un  anciano  teme- 


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'»&«?•■■  ;'ÍSiSyíí;  ■     ::-y  .-    -- -'-^i;-i\ví;:?w-v:i.vi/-w- 'Syf  ;  " -f^ítjS.S'ig'í.-^sa!:- 


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—  25  - 

roso  de  soñar.  .  .  Y  sucedió  que  una  de  esas  tar- 
des de  vagabundaje,  vínole  repentino  deseo  de 
aventura  y  echando  la  pena  al  lomo,  salió  a  re- 
correr desconocidos  senderos,  sin  volver  la  vista 
hacia  atrás.  '' 

Caminaba  deteniéndose  a  trechos,  para  ra- 
monear en  uno  que  otro  árbol  del  sendero  que 
tentaba  con  sus  delicados  cogollos  su  apetito  de 
viejo.  Perezosamente  recorría  un  trayecto  que 
lo  llevaría  no  sabía  adonde.  -    I 

Después  de  mucho  vagar,  llamó  su  atención 
un  punto  que  azuleaba  sobresaliendo  de  los  inci- 
pientes sembrados,  y  que  se  balanceaba  donairoso 
al  soplo  del  viento.  / 

— ¿Qué  será  aquello  tan  herrn,ioso?  > —  se 
decía  Job  —  jamás  he  visto  algo  dé  igual  belle- 
za en  la  granja  del  amo.  X 

Pausado  el  tranco,  fuese  allegando  cautelo- 
sam^ente,  temeroso  de  que  el  apunto  azul  des- 
apareciese. 


^^7: 


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26  — 


— ¿Será  un  pajarillo  —  pensaba  —  o  será 
una  flor?  ^y^ 

Job  tenía  sus  recelos  al  aproximaVse,  pues 
una  vez  quizo  demostrar  su  gran  admiración  a 
una  rosa  y  dióle  un  beso.  Torpe  debió  ser  la  ca- 
ricia, pues  la  flor,  como  creyéndose  atacada,  cía-. 
vóle  sin  piedad  en  el  hocico,  su  puñal  de  espinas . 

Desconfiado,  sigiloso,  acercóse  Job  a  la  arro- 
gante mata  que  mantenía  erguido  a  los  vientos 
el  objeto  azul  que  despertara  su  codicia. 

Una  g"utural  expresión  de  asombro  escapó 
de  su  tragadero.  ¿  Estaría  *  soñando?  Si,  aquello 
era  un  cardo  de  corazón  azul. 

Haciendo  memoria,  recordó  nuestro  burro 
la  superficie  del  aljibe  que,  ctitrante  el  día,  mo^ 
traba  en  su  espejo  igual  colorido  al  de  la  flor ; 
color  que  según  oyó  decir  cierf5  día  a  su  arrie- 
ro, era  reflejo  del  cielo.  Y  el  pobrecillo  Job,  que 
no  sabía  de  latines  ni  entendía  de  cielo,  creyó  que 
un  pedazo  de  ese  cielo  había  caído  para  formar 
corazón  a  la  flor. 


^-^•Sj'.  , 


Obscurecía  lentamente,  montes  y  pinos  des-    - 
tacábanse^  recortados   en  el  horizonte  empalide- 
cido.   La  noche  empezaba  a  encender  las  estre-    V  . 
lias  de  su  cortejo. 

Job    cavilaba,    embebecido    ante    el    cardo.    ' 
Dura   complicación   albergaba   en   su   opaco   ca- 
cumen .  .    •     . 

La  cisterna  quedaba  lejos;  ¿de  qué' medios 
se  valdría  para  hacer  la  comparación  entre  el  co-     ; 
lor  de  la  flor  y  del  agua,  si  no  le  era  posible  apro- 
ximarlas? 

Nervioso  husmeaba  aquí  y  allá  yerbas  que 
no  comía;  su  cola  iba  en  desordenados  giros  sa- 
cudiendo las  hojas  vecinas.  ¿Cómo  haría  él  para 
librarse  de  esta  curiosidad  que  le  complicaba? 

En  movimientos  de  interrogación  se  le  ocu- 
rrió  levantar  por  primera  vez  su  cabeza  hacia  los 
espacios.  '        I       ■ 

Job  quedó  suspenso.   ¡Milagro  de  los  mila-    ■ 
gros !  la  bóveda  era  ,azul  y  estaba  toda,  toda  flo- 
recida de  cardos . 


—  28  — 


* 


Job  ya  no  recuerda  sus  tristezas,  no  sufre 
'  por  su  vida  desierta . 

Cuando  sus  semejantes,  todavía  esclavos,  re- 
posan bajo  el  techo  del  establo,  él  los  abandona 
silenciosamente  y  se  interna  en  las  llantinas  obs- 
curecidas . 

"Alli,  en  medio  de  la  quietud,  alza  sus  ojos  al 
cielo  envolviendo  en  una  extática  mirada  huma- 
na los  fúlgidos  cardos  del  campo  azul. 


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CAPERUCITA  ROJA 


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CAPERUCITA  ROJA 


¡Caperucita  Roja! 

¡Pobre  muñeca  rubia,  cuya  historia  tanto 
hemos  'escuchado  sin  penetrar  nunca  la  trage- 
dia de  su  alma  de  flor! 

Como  ustedes  saben,  Caperucita  era  buena, 
pero  curiosa.  Amó  demasiado  la  plática  del  lobo 
en  la  soledad  del  bosque,  olvidando  los  buenos 
consejos  de  su  madre.   ¡Era  tan  melifluo  el  ladi- 


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—  32  - 

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no  lobo!  Sabía  mirar  tan  hondo  con  sus  ojos  en- 
cendidos como  ascuas. 

Caperucita  no  pudo  escapar  de  esa  red  há- 
bilmente entretejida  de  sutiles  encantos,  y  mu- 
rió, triturado  el  corazón  entre  los  dientes  de  agu- 
ja. .  .  ¡Pobre  Caperucita  Roja,  frágil  cosita  de 
sueño !  ¡  Con  cjué  pena  debemos  llorar  la  muerte 
de  tu  alma  de  flor ! 


*   * 


En  un  país  cuyo  nombre  no  recuerdo  —  de 
esto  hace  mucho  tiempo,  —  vivía  una  señora  viu- 
da que  poseía,  como  inmenso  y  único  tesoro,  una 
hija.  Era  la  niña  tan  linda,  tan  blanca,  tan  ru- 
bia, tan  suave,  cual  rayo  de  sol,  cual  copo  de  nie- 
ve; era  ángel  humano  cuya  carne  fuese  hecha 
de  raso  y  pétalos. 

La  viuda  adoraba  a  su  hijita;  ella  corres 
pondía  a  ese  cariño  con  beata  sumisión. 

Caperucita   debía    su   nombre    al   traje   que 


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—  33  — 

siempre  vestía:  una  hermosa  capita  y  gorro  de 
color  rojoy  que  sentaba  a  las  mil  maravillas  en 
sus  cabellos  de  oro  y  nacarada  tez . 

Cuando  Caperucita  cumplió  quince  años,  hí- 
zole  saber  la  madre  todos  los  peligros  a  que  se 
expone  una  criatura  sin  experiencia,  y  todos  los 
agrados  que  trae  consigo  la  conducta  honesta  y 
obediente.  La  niña,  emocionada,  prometió  seguir 
las  amorosas  enseñanzas. 

Como  la  viuda  fuese  pobre,  ayudábala  su  hi- 
ja en  los  quehaceres  domésticos,  dedicando  sus 
momentos  de  recreo  a  las  gallinas,  a  las  cuales 
daba  de  comer  migajas  de  pan,  y  regando  las 
flores,  cuvos  tallos  ostentaban  su  frescura  en  las 
macetas  del  balcón. 

Caperucita,  diligente,  se  levantaba  con  el 
sol;  la  cesta  bajo  el  brazo,  ligera  y  bulliciosa, 
salía  a  hacer  compras.  Eran  sus  andares  rítmi- 
cos, armoniosos;  había  tal  gracia  en  la  redonda 
carita,  que  provocaba  el  piropo  a  cuantos  la 
veían. 


—  34  — 

Ella,  naturaleza  humilde,  bajaba  los  ojos  ru- 
borizada y  sonreía  como  el  más  casto  de  los  que- 
rubines . 

¡PobVe  chiquilla  rubia! 

Una  mañana  hecha  de  luz,  de  cantos,  de  per- 
fumes, Caperucita,  embriagada  de  sol,  sintió  la 
irresistible  tentación  de  ir  a  bañar  sus  piececitos 
al  río.  El  agua  clara  era  su  juguete  predilecto. 
;  Cuántas  veces  hubo  de  amonestarla  su  mamá 
para  que  retirase  las  manecitas  casi  yertas  del 
chorro  del  pilón! 

Caperucita  tenía  la  peregrina  octu'rencia  de 
formar  un  collar  con  cuentas  de  agua  que  brilla- 
rían multicolores  al  sol. 

Esa  tan  bella  mañana,  no  pudo  la  chica  sus- 
traerse al  deseo  de  llegar  hasta  el  río. 

— ¿Por  qué  ha  de  enojarse  mamá  —  pensó- 
—  si  vendré  a  tiempo  para  hacer  la  comida?  y 
si  me  atraso,  no  le  diré  nada.  —  Conforme  con 
su  atolondrada  reflexión  salió,  el  cestito  al  brazo, 


-  35  — 


La  roja  gorrita  colgada  a  las  espaldas  daba 
libertad  a  sus  rubios  bucles,  cuyas  ensortijadas 
hebras  flotaban  desordenadas  al  viento. 

Juguetona,  corcobeante,  esta  cabrita  nueva 
despojóse  de  sus  zapatos  y  en  un  cerrar  de  ojos 
estuvo  dentro  del  agua  hasta  las  rodillas. 

El  río,  quieto,  quieto,  murmuraba  apenas 
un  rezo  al  follaje;  parecía  dormido  en  su  urna 
de  cristal. 

¡Qué  rica,  qué  fresca  burbujeaba  el  agua! 

En  ansia  indecible  de  agradecer  el  dulce  bie- 
nestar que  le  regalaba  la  corriente,  inclinóse  Ca- 
perucita  hasta  las  ondas  y  les  ofreció  sus  labios. 

Fué  tan  musical  el  chasquido  de  aquel  beso, 
como  el  ruido  que  al  caer  en  el  río  haría  una  pie- 
dra preciosa. 

¿Acaso  no  eran  los  labios  de  Caperucita,  un 
corazón  de  paloma  tallado  en  un  solo  rubí? 

Inconsciente  la  chica  en  su  felicidad,  no  ha- 
bía-nbtado  dos  ojos  como  carbunclos  chispeantes, 


Y 


-  t---í^c?í-;--  '-~í*^.  -5^-,  í?,'" 


—  36  —  I 

que  la  observaban  detrás  de  una  barca  eHtS^ori- 
lla  opuesta.        x  ' 

¡Qué  iba  a  notar  ella  el  lobo! 

Pero   la   humana   fiera,   estaba   codiciosa   de' 
la  imagen  que  se  destacaba  en  medio  de  la  brillan- 
te naturaleza,  cual  una  esbelta  flor  primaveral. 

De  un  brinco  saltó  a  la  barca,  a  espaldas  de 
ella,  y  acercándose  sin  ser  notado,  la  sorprendió 
con  saludo  amable  impregnado  de  perfidias  y  de 
mieles . 

— Buenos  días,  Caperucita  Roja.  Benditos 
mis  OJOS  que  te  ven  y  mi  corazón,  que  a  tu  son- 
risa se  adelanta.  (  ■ 
,  — Buenos  días,  señor,  —  respondió  azora- 
da  la  niña,  —  ¿por  dónde  ha  llegado  usted,  qut; 
no  le  he  visto? 

— La  corriente  me  trajo  hasta  aquí;  venía 
de  pescar.  ¿Te  gustan  los  pececillos  rojos,  Ca- 
perucita? Son  tocayos  tuyos. 

V 


..:  íítst£i&'^ 


_  37  —  '         ' 

— j  Oh,  sí !  —  respondió  juntando  las  mane- 
citas;  y  agregó  tristemente.  —  Pero  no  se  pue- 
den pescar;  son  tan  ligeros  como  los  gusanillos 
de  luz  que  echa  el  sol  sobre  el  río  cuando  va  a 
morir.  ^ 

— Caperucita,  ¿quieres  pescaditos?'  Yo  iré 
a  buscarlos  para  tí.  Mañana  los  tendrás. 

—¡Oh  sí!  ¡Oh  sí!  —  exclamó  llena  de  júbi-' 
lo;  —  traeré  una  tacita  de  porcelana  para  llevar- 
los a  casar^x^  ' 

— ¿Me\prometes  que  vendrás  —  preguntó 
el  joven  tomando  una  de  las  inquietas  manitas 
—  y  no  dirás  nada  a  nadie  ? 

— ¿Por  qué  no  podría  contárselo  a  mamá? 
'¡  Se  pondría  tan  contenta ! 

—No,  tontuela;  mejor  es  ofrecérselos  de 
improviso. 

— Tiene  usted  razón.  Pero  ya  es  tarde  y 
debo  marcharme.  Puede  notar  mi  madre  que  he 
estado  en  el  río.  Adiós,  señor  pescador. 

— Adiós  Caperucita,  hasta  mañana. 


38  - 


* 

*    * 


■   í-ipíips^a 


Caperucita  trabajó  aquel  día  más  contenta. 
El  gorjeo  de  sus  cantos  subía  hasta  anidar  en 
las  madreselvas  que  tapizaban  los  viejos  muros 
de  la  casuca.  La  viuda,  embelesada,  escuchaba 
empapando  su  alma  en  la  dicha  del  tesoro. 

No  sabía  la  madre  el  secreto  que  aleteaba 
dentro  del  pecho  juvenil,  como  paj arillo  travieso 
que  le  hiciese  cosquillas.  ^ 

A  la  mañana  sig-uiente,  Caperucita  volvió  al 
río,  pero  llegó  a  casa  sin  los  peces. 

No  obstante,  continuaba  en  su  gairganta  el 
arrullo  de  la  alegría. 

El  lobo,  el  terrible  lobo,  ya  había  d'estilado 
en  su  vida  la  venenosa  gota  verde  de  la  esperanza. 

Sin  que  lo  notase  la  señora,  volvió  la  chica 
muchas  veces  al  río.  Continuaba  vacía  la  tacita 
de  porcelana  que  había  de  guardar  los  pe- 
cecillos. 


í^i 


,  —  89  — 

Y  los  días  pasaban,  rápidos  cual  flechas  a 
través  de  rayos  lunares.  Y  así  transcurrió  un  año. 

Ca^perucita  seguía  cantando;  pero  un  oído 
que  fuese  atento  habría  notado  la  tristeza  de  esas 
canciones.    Además,  la  niña  palidecía. 

¿Qué  tenía  la  dulce  Caperucita?  Ah!  estaba 
enferma  de  ese  terrible  mal  cuyo  verdugo  mata 
martirizando  lentamente  con  sus  garras  sedosas 
y  finas. 

Caperucita  amaba.  .  . 

Y  fué  una  noche,  una  noche  de  viento,  de 
obscuridad,  de  tormenta,  cuando  la  niña  aprove- 
chando el  sueño  de  la  madre  abandonó  el  hogar, 
sin  un  gesto  de  piedad  para  ese  inmenso  dolor 
que  dejaba  dormido  confiadamente. 

El  lobo  la  había  hechizado  hasta  hacerla 
olvidar  los  más  sagrados  sentimientos. 

La  madre  enloqueció  dé  pesar  al  verse  im- 
potente para  encontrar  el  perdido  tesoro. 

¿Y  ella?  —  me  dirán  ustedes.  —  ¿Ella,  qué 
fué  de  la  pobre  Caperucita? 


I  ! 

i 


.-■'■'•c- :■:'■:  '■'■  -  ,-'^«j"  víJ^i;-;.-^ 


mM" 


—  40  - 


Cuentan  los  pescadores  de  aquel  país,  que 
una  tarde,  cuando  venia  el  río  revuelto,  encon- 
traron cerca  de  unos  matorrales  el  cuerpo  de  la 
desdichada . 

Estaban  desencajadas  sus  preciosas  mejillas, 
V  aun  conservaba  las  manecitas  estrechamente  uni- 
das  en  gesto  de  imploración. 

Una  gran  herida  dejaba  descubierto  el  co^ 
razón   de   donde   manaba   sangre   roja,   tan   roja 
como  sus  labios  cjue  triunfaron  de  la  muerte  en 
un  regio  color  de  rubí. 

Desde  entonces  todas  las  mujeres  llevamos 
el  cora^zón  cubierto  por  una  caperucita  roja  de 
nuestra  sangre.  Porque  todas  hemos  sido  heri- 
das por  el  lobo  de  ojos  brillantes,  de  gestos  gra- 
ciosos, de  palabras  melifluas.  .  .  ¡ 


-.    (■-....,  iássíi.¡,,. 


A  LA  VERA  DEL  BRASERO 


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^Tí'fSP^Í^fKC -" 


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^!^},'-v*- •; '  iw^asj'.?ss- ,ip;«55. 


A  LA  VERA  DEL  BRASERO 


Frente  a  mi  incensario  que  deja  escapar  por 
las  bocas  de  bronce  el  humo  del  sándalo,  me  he 
puesto  a  recordar.  .  . 

Este  humo,  perfumado  y  azul,  evoca  mi  ju- 
ventud a  la  vera  del  brasero  tradicional  de  mi 
tierra;  del  viejo  brasero  que  posee  el  secreto  de 
los  siglos;  el  de  las  buenas  abuelas,  el  cariñoso 


—  44  — 

brasero  que  hace  pasar  las  mejores  noches  a  los 
nobles  y  trabajadores  huasos  de  Chile. 

Me  visita  el  espectro  de  mi  madre  qíie,  sobre 
todos  mis  recuerdos,  sonri'e,  toca  mi  frente  con 
sus  dedos  de  niebla  y  desaparece .  .  . 

Entonces  tenía  yo  diez  años  y  era  la  segun- 
da de  seis  hermanas. 

Decíase  que  éramos  bonitas  y  nos  llamaban 
"las  ondinas  del  Rhin",  por  nuestra  larguísima 
cabellera  rubia  y  nuestros  ojos  de  turquesa. 

I^a  mitad  del  año  vivíamos  en  la  capitaí  y 
la  otra,  la  pasábamos  en  alguna  de  las  fincas  de 
mi  padre,  lugares  fértiles  y  hermosos,  internados 
en  la  región  del  sur. 

Cuando  se  aproximaba  la  primavera,  las 
seis  criaturas  de  salón,  correctas  y  puntillosas., 
familiarizadas  con  \la  historia  griega  y  romana, 
conocedoras  de  cuatroX  idiomas,  volvíanse  peque- 
ñas salvajes,  faltaban  eí  respeto  a  las  rígidas  ins- 
titutrices y  aturdían  a  la  indulgente  madre  con 
parloteo  bullanguero  de   aves  americanas .    ,     ,  ' 


r 


— i  Qué  bkn  nos  vamos  a  divertir  en  el 
campo!  s       - 

Yo,  la  más  soñadora  y  fantástica  de  todas, 
provocaba  la  risa  de  mis  hermanas  con  mis  sa- 
lidas románticas,  en  medio  de  una  vulgar  reyer 
ta  sobre  la  propiedad  de  una  fruta  o  de  cualquier 
baratija  de  nuestros  juguetes.  Esto  me  valió  apo- 
do de  ''loca"  que  me  prodigaban  en  coro. 

Me  embelesaba  pensando  en  los  lindos  cin- 
turones  y  pulseras  que  haría  de  las  tornasoladas 
pielbs  de  lagartija;  buscaba  en  la  imaginación 
dibujos  que  ejecutaría,  a  la  manera  de  los  indios, 
con  las  blancas  semillas  del  Achiray,  y,  encerra- 
da en  el  escritorio  de  mi  padre,  las  manos  negras 
de  tinta,  no  dejaba  un  papel  ni  tapa  de  libro  sin 
una  de  mis  producciones  cubistas  o  futuristas. 

El  campo  tenía  para  nosotros,  además  de 
los  árboles,  donde  trepábamos  como  urracas,  y 
del  lago  que  el  atardecer  doraba,  la  atracción  de 
los  cuentos .  í 


"Ww 


-  46  - 

Trágicas  y  deliciosas,  aquellas  noches  que 
pasábamos  a  la  vera  del  brasero,  en  la  choza  del 
primer  capataz." 

Oíamos  con  devoción  las  leyendas  macabras 
de  ánimas  en  pena  y  de  aparecidos  en  los  largos 
caminos  obscuros. 

Nuestros  padres  nos  enviaban  a  la  cama  a 
las  ocho  de  la  noche;  nos  despedían  con  un  tier- 
no beso,  sobre  la  frente,  y  el  dulce  estribillo  ma- 
ternal de  "Dios  te  vuelva  una  santita". 

Las  tres  mayores  teníamos  el  dormitorio  pró- 
ximo ai  de  la  vieja  criada,  en  cuyas  manos  esta- 
ba depositada  todavía  confianza  de  la  casa. 

Sabina  nos  había  visto  nacer.  Treinta  años 
antes,  filé  fella  quien  llevó  a  nuestra  madre  para 
que  recibiera  el  agua  del  bautismo,  y  eso  era  su 
mayor  timbre  de  honor.  Las  llaves  de  la  despen- 
sa, del  granero  y  de  la  bodega,  colgaban  de  su 
cinto  atadas  al  cordón  de  Santa  J^ilomena .  Las 
ostentaba  orgullosa,  como  un  soldado  sus  óonde- 


:í 


'  —  áT  —    •  V;.  •';>;■ 

Curaciones.  Cuando  Sabina  hablaba  regañando, 
amenazciba  tempestad  en  la  cocina,  y  las  sirvien- 
tes jóvenes  apresuraban  sus  tareas,  tratando  de 
ocultarse  ante  los  ojos  investigadores  del  ama. 

Sabina  nos  inspiraba  carino  y  admiración. 
Pensábamos :  ¡  Qué  honrada  es !  Tiene  bajo  sus 
llaves  todas  las  cosas  ricas:  galletas,  caramelos, 
azúcar,  vino,  dulce,  y  no  toca  nada.  ¡Sabina  es 
una  heroína  digna  de  figurar  al  lado  de  Juana 
de  Arco! 

Comparaba  la  voluntad  de  Sabina  con  mi 
debilidad.  ¡Oh,  si  hubiera  yo  cargado  por  un 
momento  con  las  preciosas  llaves  de  la  despensa ! 
¡Qué  soberbios  atracones  de  dulce;  qué  largos 
tragos  de  vino  de  Misa !  Sólo  de  imaginarlo  sen- 
tía en  la  garganta  un  cosquilleo  que  me  daba  ga- 
nas de  gritar ... 

Cuando  nuestros  padres  se  retiraban  a  la  al- 
coba, después  de  leer  los  periódicos  y  jugar  dos 
vueltas  de  brisca,  nosotras,   "las  tres  grandes", 


! 

—  48  - 


como  solíamos  llamarnos,  despreciando  a  las  me- 
nores, nos  íbamos  en  puntillas  a  la  pieza  de  Sa- 
bina, y  allí,  con  voz  cariñosa  y  tono  suplicante, 
'  le  pedíamos  nos  llevase  a  casa  del  capataz,  para 
oír  un  cuento  y  tomar  mate. 

^¡Llévanos,  Sabina!  Seremos  buenas.  Te 
a5^daremos  mañana  a  recoger  los  huevos  en  el 
íjalknero  v  a  desenterrar  rabanillos  en  la  huerta 
para  el  almuerzo  de  papacito. 

— ¡No,  niñitas;  no,  soles!  Miren  que  nos 
puede  sorprender  mi  señora  y  me  retaría.  Ya  sa- 
ben ustedes,  palomas ;  a  ella  no  le  agrada  que  sal- 
gan de  noche:  pueden  resfriarse. 

— \  No,  Sabina !  —  implorábamos  con  voz 
persuasiva.  —  Es  verano,  Jiace  mucho  calor;  fí- 
jate, estamos  transpirando.  —  Y  para  hacer  su- 
premo el  argumento,  besábamos  cucañeras  las 
bronceadas  y  redondas  mejillas  del  ama. 

,  - — Bueno,  pues,   vayan  a  ponerse  abrigo  y 
¡calladitas!;  ni  una  palabra  a  naiden... 


:"*í^-.. 


'J     ■  _  49  -  '     ■"  .     :: 

Sabina  cogía  un  gran  pañolón  de  vicuña  y 
se  embozaba  en  él ;  desprendía  el  rosario  de  la  pe- 
rilla del  lecho,  y  después  de  besar  el  crucifijo,  lo 
deslizaba  en  el  gran  bolsillo  de  su  delantal  de 
tela  azul  a  cuadros  blancos. 

— ¿Está  lista  la  comitiva?  —  preguntaba 
Luz,  mi  hermana  mayor. 

— Sí,   sí,   vamonos   ligerito   para   estar   más        ^  ^ 
rato,  —  respondíamos  en  coro. 

Salíamos,  una  por  una,  reteniendo  la  respi- 
ración, íbamos  tan  ondulantes,  bajo  nuestros  ma-,  r 
melucos  blancos,  que  tomábamos  apariencia  de 
gigantescos  gatos  a  quienes  les  hubiese  dado  el 
capricho  de  bailar  en  el  arabesco  que  dibuja  en 
las  arenas  el  fulgor  de  la  luna. 

Leal,  el  perro  guardián,  era  cómplice  de  núes-  ' 

tras  escapadas.   En  cuanto  nos  veía,  se  arrima-  ' 
ba  a  nosotros,  lamiéndonos  las  manos  y  azotan- 
do nuestras  capas  con  el  vaivén  de  su  alegre  cola. 

— ¡  Chut,  Leal,  despacito !  Que  nos  puede  oír 
mamacita,  y  entones ...  se  acabó  la  fiesta ! 


<i,3F/,    ■w-.-y'^íf' T  ■'Tw -"T'y-''  ■■  >■  -  ..   :         '  '.^ry^.i^     *■''  V   .'i  ,i*'í'  -'^•=^S5> 


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50-  '     ''-' 


La  casucha  del  capataz  quedaba  tres  cua- 
dras de  las  casas.  Se  llegaba  a  ella  por  una  ave- 
nida de  álamos  que  separaba  a  un  trigal  de  un 
potrerillo  de  alfalfa. 

"  Ese  trayecto  lo  hacíamos  corriendo  y  saltan- 
do, envalentonadas  por  las  risas  de  Sabina  y  pro- 
tegidas por  la  noche. 

Seguras  de  que  mamá  no  nos  vería,  apro- 
vechábamos en  disfrutar  de  todo  lo  prohibido. 

.Quitándonos  las  capas,  nos  echábamos  a  ro- 
dar sobre  el  trigal,  aplastando  las  espigas  y  es- 
pantando las  perdices  que  allí  anidaban.  Tam- 
bién jugábamos  a  las  escondidas  con  Leal,  que, 
al  sorprendernos,  se  volvía  implacable  contra 
nuestros  fundillos. 

Eran  de  ver  las  cavilaciones  de  mamá  cuan- 
do la  institutriz  le  llevaba  esa  prenda  de  vestir, 
pidiendo  género  para  remendarla. 

— Pero  si  estos  mamelucos  son  nuevos, 
Miss  Ketty.    ¿Cómo  es  posible  que  los  rompan 


^jm. 


-m-- 


-  61  -  .        .      1        ■     , 

así  ?  De  seguro  que  estas  niñitas  riñen  en  sueños 
con  las  fieras ...  —  decía  nuestra  buena  madre. 
— ¡Basta  palomas!  —  Así  daba  la  voz  de 
alarma  Sabina.  —  Vamonos  niñas,  que  se  les 
puede  pegar  en  las  ropas  uno  de  esos  cucarachos 
venenosos,  y  picarlas. 

Ante  el  terror  que  nos  inspiraba  el  famoso 
insecto  —  queN  tomaba  en  nuestra  mente  dimen- 
siones de  bue}^,  —  como  movidas  por  un  resorte, 
nos  escapábamos  del  trigo,  rogando  a  Sabina  nos 
mirara,  y  tirándole  una  del  pañolón,  la  otra  del 
delantal,  la  arrastrábamos  al  claror  de  la  luna 
para  que  nos  examinase  bien. 

— Ya  está ;  si  no  tienen  nada .  Vamos  luce- 
ros a  casa  del  compaire;  puede  que  tenga  pan  ca- 
lentito  y  matecito  de  leche .  .  . 

Tres  golpecitos  a  la  puerta  de  caña,  y  ésta 
se  abría,  mostrando  en  el  umbral  al  primer  ca-   ; 
pataz,   un   "roto"  alto,   fornido,  vestido  tie  una 
manera  llamativa  y  pintoresca. 


-:-,-j*ító 


,  ,-,,,--.,.,,,,jy,iip,g„5pv 


4 


52  - 


Ajustaban  sus  pantorrillas  pantalones  an- 
gostos, como  cosidos  en  las  piernas,  y  desde  el 
cuello  hasta  las  rodillas  colgaba  el  clásico  poncho 
chileno.  Los  botines  amarillos,  con  tacones  al- 
tos  y  puntiagudos,  tenían  la  forma  de  una  peque- 
ña barca  de  río .  Adheridas  al  calzado,  dos  es- 
puelas con  grandes  rodajas  de  plata,  imitaban 
dos  estrellas. 

El  sombrero  de  alas  anchas  y  copa  en  for- 
ma de  pan  de  azúcar,  no  tenía  otro  adorno  que 
un  cordón  rojo  con  dos  borlas  y  un  barboquejo 
anuda:lo  bajo  las  mandíbulas. 

— Buenas  noches  mis  señoras,  pasen  ustedes, 
^  que  yo  rnuy  contento  de  tenerlas  por  acá. 

— ¡Oye  Matea!  —  gritaba  para  los  interio- 
r*es  de  la  casuca;  —  aquí  está  la  comaire  con  las 
amitas.  A  traer  panecillos  frescos  y  carbón  para* 
avivar  el  fuego  del  brasero. 

Después  que  Matea  pasaba  un  trapo  sobre 
los  asientos,  unas  banquetitas  de  bejuco,  blandas 


_  6á  - 

y  limpias,  nos  acomodábamos  a  la  vera  del  amo- 
'roso  brasero,  donde  invariablemente,  a  cualquier 
hora  del  día  y  de  la  noche,  hervía  agua  dentro 
de  un  gran  cacharro.  I 

— Cuéntenos  un  cuento,  Anacleto;  a  eso  he- 
mos venido.  Estamos  locas  por  oír  ese  del  animita 

de  aquel  pobre  arriero  que  mataron  hace  tres  años 

i 
aquí,  detrás  de  su  casucha  en  la  avenida  de  las 

palmeras.  ,    , 

-  -Su  merced  misia  Lucesita,  —  se  dirigía  a 
mi  hermana  mayor,  —  con  su  venia  va  a  ofrecer- 
le este  humide  huaso  el  primer  mate  e  leche. 

Y  haciendo  reverencioso  saludo  de  gran  cor- 
tesía en  el  campo,  con  mucho  ruido  en  las  espue- 
las, Anacleto  alargaba  el  mate  que  temblaba  en 
su  mano  rugosa  tostada  por  el  sol. 

— Gracias,  Anacleto;  cuéntanos  ahora  el 
cuento  (Jue  te  pedíamos. 

Sentábase  el  huaso,  muy  serio,  y  después  de 


_  64  - 

hacer  la  señal  de  la  cruz,  cosa  que  nos  infundía 
pavor,  empezaba .  "'^  V  ' 

— Este  que  'era  mi  compaire  José  arriero  de 
este  fundo  traba ¡aor  y  honrao.  El  soló  se  había 
hecho  unos  cuantos  realitos  porque  aemás  de  lo 
que  ganaba  en  las  muías,  había  plantao  una  cha- 
crita  con  maizal  y  too. 

Le  iba  harto  bien  a  mi  compaire  'en  el  ne- 
gocito  y  en  dei  pu  iñor,  tar  vez  por  eso,  le  toma- 
ron entre  ojo  argnnos  picaros  sin  alma;  y  una 
noche  que  José  venía  por  esta  júnehre  avenía,  le 
salió  un  bandío  y  le  rajó  el  corazón  de  una  puñalá. 

Cayó  muerto  el  compaire  ''al  tirito",  tan  re- 
muerto que  aunque  le  llevaron  al  hespital  y  lo 
vio  el  me  ico  con  unos  aparatos,  fué  inútir;  no 
abrió  más  los  ojos. 

Pobre  compáire;  yo  lo  vi  al  pobrecillo  y  me 
dieron  unas  ganas  de  buscar  por  cielo  y  tierra  al 
malvao  mataor,  pa  hacer  tripulas  con  él  y  dár- 
selas después  al  perro.  .        ,        . 


Y-  '■ 


-  55  -  -  .  .; ;-'; 

Pero  na;  nunca  e  supo  na  y  eso  que  se  metió 
la  polecía.  No  dieron  con  su^*Vastros. 

"A  ver  Matea,  —  interrumpió  el  huaso,  — 
tráeíes  pan  a  las  iñoritas  sus  mercedes,  tú  sabís. 
como  les  gusta  er  candial. 

Nosotras  mirábamos  la  cara  de  Anacleto  con 
los  ojos  espantados,  redondos  como  platillo. 
<     Un  pequeño  escalofrío  nos  recorría   la  es- 
,   palda,  y  de  vez  en  cuando,  mirábamos  la  puerta 
creyendo  que  alguien  nos  iba  a  tirar  del  pelo,  o    • 
una  mano  fría  a  posarse  sobre  la  nuca. 

A  pesar  del  miedo,  nos  engullíamos  el  pa- 
necito  que  nos  sabía  a  cielo  y  con  la  boca  llena, 
pedíamos  a  Anacleto  continuara  el  cuento. 

— Gueno  pii,  —  decía  éste,  —  ahora  viene 
la  parte  fea,  pero  no  se  asusten  mis  amitas. 

Bspiiés  que  había  pasao  un  año  y  se  cumplía 
el  daniversario  del  compaire  José,  una  noche  es- 
cura como  un  horno  apagao,  se  le  apareció  al 
hijo  de  ña  Ufrasia,  lavandera  del  pueblo. 

'  ■  -  .      /-, 


_  66  ^ 

Se  le  apareció  con  elV puñal  atravesao  en  el 
esquilefo  con  todos  los  huesos  al  aire  y  el  cora- 
zón colgando.  Icen  qiii  era  horrible  el  gesto  de 
su  cara.  Venía  de  la  montaña  haciendo  como  que, 
arriaba  las  muías  pa  el  potrero. 

Er  hijo  de  ña  Ufrasia  arrancó  a  perderse, 
"patitas  pa  que  te  quiero",  gritando:  ¡socorro!, 
y  vino  a  caer  a  esta  viesniita  puerta  que  acaba 
de  abrirse  para  sus  mercedes. 

Al  riño,  Matea  y  yo  nos  levantamos  y  creí- 
mos  en  otro  crimen  cuando  vimos  al  muchacho 
tendió,  blanco  como  la  harina. 

Bspucs  de  friccionarlo  por  entro  y  por  fue- 
ra con  aguardiente,  —  gastamo  mas  e  un  litro  e 
aguardiente  del  fino,  pH,  —  porque  paese  que 
er  susto  le  dio  sed  y  cuando  se  alentó,  nos  puso 
al  cabo  de  lo  ocurrió. 

Y  se  acabó  mi  cuento  y  ''paso  por  una  zapa- 
tilla rota"  pa  que  cornaire  Sabina  nos  cuente  otro. 

Inconscientemente  nos  habíamos  acercado  a 


.*•• . 


•■.    ;'  _  57  -     '     -  ;  ■,;■:■'::;■■;,- 

Sabina  y  las  tres,  tomadas  de  la  mano,  nos  afe- 
rrábamos al  pañolón  de  vicuña.  í 

— Vamonos,  Sabina  —  decíamos  temblan- 
do, —  vamonos .  .  .  pero  que  nos  acompañe  Ana- 
cleto;  son  más  de  las  doce  y  es  hora  de  trajín  para 
las  ánimas . 

Salíamos  silenciosas,  apretadas  unas  contra 
otras,  sin  osar  mirar  hacia  arras,  adivinando  las 
luces  de  las  velas  que  señalaban  el  sitio  de  un 
crimen  a  lo  largo  de  la  aveni4a  de  las  Palmeras. 
Caminábamos  ligero,  tapándonos  los  oídos  para 
no  oír  el  silbido  de  las  lechuzas  y  los  gritos  de 
los  pavos  reales  que  se  desvelaban  en  el  parque. 

Cuando  llegábamos  a  casa  nos  deslizábamos 
despacito  bajo  las  ropas  de  la  cama,  cubriéndo- 
nos hasta  los  ojos  y  transpirando  frío  de  terror,  al 
escuchar  el  menor  ruido.  - 

Muchas  veces  nos  acostamos  las  tres  juntas. 
y  entonces  más  valientes,  osábamos  mirar  hacia 
la  ventana,  "donde  veíamos  balancearse  en  un  vie- 


\ 


■?i;^».?í?W<??f5P4;r:;;^'--.-^-2?;^^ 


-  58  - 

jo  pino,  el  suave  fantasma  de  la  luna.  Abraza- 
das nos  quedábamos  dormidas. 

Frente  a  mi  incensario,  sigo  recordando.  Las 
brasas  se  han  extinguido.  Brutalmente  el  viento 
deshace  la  última  figurita  que  formó  para  mi  re- 
gocijo el  humo  perfumado. 


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EL  RETRATO 


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EL  RETRATO 


— ¿  Qué  es  el  dolor  ?  —  preguntó  una  vez  un 
chiquillo  a  su  madre. 

— Qué  dices  hijito?  —  contestó  ella,  enar- 
^  cando  sus  cejas  en  movimiento  de  complejidad 
V  duda. 

— ¿  Qué  es  el  dolor  ?  —  repitió  la  criatura,  al- 
zando su  vocecita  de  flautín,  con  el  gesto  mimo- 
so de  su  boca  rosada.  <^ 

¡Oh  santa  ignorancia  de  las  pasiones!  ¿por 


—  62  — 

qué  no  anidas  para  siempre  en  la  cuna  amorosa 
del  alma  infantil? 

Dejó  la  joven  madre  su  labor  cerca  de  la 
lámpara,  que  alumbraba  tibiamente  el  grupito 
amable,  y  tomando  al  nene  entre  sus  brazos,  en- 
ternecida, le  habló : 

— ¿Por  qué  me  haces  tan  extraña  pregun- 
ta, nene  de  mis  entrañas?  ¿Quién  ha  pronuncia- 
do a  tu  lado  esa  palabra? 

Y  la  mamá,  apretaba  con  sus  manos  lar- 
gas desnudas  de  joyas,  manos  de  monja  o  de 
mujer  honrada,  la  fina  cabecita. 

— Mamita,  me  lo  dijo  la  vecina,  aquella  vie- 
jecita  que  suele  traerte  flores  para  la  Virgen. 

Verás.  Primero  me  preguntó  por  tí,  con  esa 
voz  que  parece  estuviera  siempre  llorando.  "¿Có- 
mo está /fu  mamitja,  nene?  ¿Siempre  tan  sola? 
Tienes  que  cuidarla  mucho",  dijo :  Y  después,  sus- 
pirando, mientras  yo  jugaba  con  el  gato  en  su 
puerta,  ella  hablaba  solaxv  murmuraba :  — ^  Santa 


,  —  63  — 

de  Dios,  y  dicen  que  hay  justicia  cuando  en  esa 
pobre  alma  parede  que  la  tierra  se  hubiese  en- 
sañado. ¡Oh  dolor,  dolor!,  exclamó  tan  fuerte  la 
viejecita,  que  yo  me  asusté  y  vine  corriendo. 

— ¿  Decía  asi  ? .  .  —  interrogó  la  madre,'  estre- 
mfeciéní^e  en  un  impulso  helado  de  su  alma. 

— Sí  mamita,  sí.  Por  eso  te  pregunto  qué 
es  el  dolor.  \  ^ 

Palideció  la  mujer;  un  gotear  de  lágrimas 
silenciosas  rompió  el  cristal  de  sus  ojos  enigmá- 
ticos: ojos  de  iluminada  y  de  bestia  humilde. 

— I  Por  qué  lloras  mamá  ?  ¡  No  quiero  que  llo- 
res! —  gimoteó  el  chiquitín,  acomodando  su  mi- 
núscula personita  en  el  regazo  maternal. 

El  chico  miraba  hacia  la  Ventana  donde  se 
veía,  a  través  de  los  cuadrados,  ca'er  la  espesa 
obscuridad  de  la  noche,  como  un  presentimiento 
agorero  en  el  silencio  de  los  campos. 

— Tengo  miedo,  mamita;  tengo  miedo.  \ 

— De  qué,  hijito  mío? 


< 


•^  i. 


-  64  - 

f 

— De  tu  llanto  y  de  la  oscuridad  que  veo  des- 
de aqui  —  y  el  chiquillo  señalaba  la  ventana. 

— No  te  asustes,  nene  mío,  no  es  nada.  ¿Quie- 
res dormir? 

— Bueno,  mamita,  —  y  la  cabecita  confiada, 
buscó  el  hueco  blando  de  los  brazos  maternos. 

La  llama  de  la  lámpara  tenia  el  palpitar  des- 
mayado de  un  corazón  enfermo.  Colgado  a  los 
barrotes  del  lecho  se  balanceaba,  imperceptible- 
mente, un  negro  crucifijo  de  ébano  con  sus  brazos 
_(le  plata,  abiertos  como  alas  lunares. 

Las  dos  camas  blancas,  extendidas  sin  una 
.arruga  en  las  simples  colchas,  daban  la  impresión 
de  (jue  hubiese  puesto  en  ellas  las  sonrisas  de  sus 
ojos  la  Madre  de  Dios. 

Suspendido  entre  las  cabeceras,  relucía  un 
marco  acerado,  sosteniendo,  en  sus  extremidades 

i 

Ja  imagen  de  un  hombre :  . 

Dulce  la  mirada,  correcto  el  corte  de  la  nariz., 
funesto  el  pliegue  de  la  boca. 


t 


/-=/...  —  65  — 

— ¿Qué  es  el  dolor,  mamita?,  —  balbuceó 
débilmente  entre  sueños  el  hijito.       '  ■ 

La  maidre  nada  dijo,  pero  sus  dedos  afilados 
se  crisparon,  y  levantándose  en  un  gesto  descon- 
solado y  rebelde,  señalaron  el  retrato,  donde  reía 
y  reirá  siempre  la  eterna  causa  del  dolor  fe- 
menino. 


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QUIEN  ERES 


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¿QUIÉN  ERES? 


Una  noche  de  esas  noches  cálidas  de  verano, 
en  que  todo  ^1  cuerpo  se  vuelve  pulmón  para  res- 
pirar, buscando  fresco,  con  la  dificultad  del  que 
busca  oro,  me  dirigí  con  paso  lento  a  las  afue- 
ras de  la  ciudad. 

Después  de  mucho  caminar  y  maldecii'^la 
temperatura,  di  con  un  rincón  a  mi  gusto.  Era 
éste  una  hondonada  en  medio  de  un  rústico  jar- 
dín.   Verde   abajo,   blando   musgo,    azul   arriba, 


—  70  —     ' 

incendio  de  astros,  y  como  orquesta,  una  fuente 
deslizante  entre  las  piedras.  ' 

Libre  de  inquietudes,  suspirando  de  bienes- 
tar, despójeme  de  mis  atavios,  —  ridiculos  ata- 
vios  de  moderno  peregrino  —  y  tendida  de  cara 
a  los  espacios,  me  dispus>e  a  soñar,  dormir  o  es- 
pantar los  mosquitos,  que  es  la  diversión  obliga- 
da de  todo  paseo  campestre.  <. 

No  lejos  ranas,  sapos,  y  otros  molestos  ani- 
maluchos, oficiaban  sabatinas  en  el  saxófono  de 
sus  gargantas,  cobijados  bajo  la  espesura  de  las 
plantas  enanas.  'Pardos  murciélagos  dibujaban 
misteriosos  círculos  en  el  aire,  y  las  luciérnagas 
chisporroteaban  en  la  sombra,  záfiros  y  esme- 
raldas . 

Desnuda,  la  noche  abanicábase  en  la  coro- 
na de'  los  árboles,  lanzando  a  los  cielos  su  respi- 
ración agitada.  A  sus  pies,  las  rosas  exhalaban 
el  perfume  de  la  tierra  fecunda. 

¡  Qué  beatitud  seráfica  dentro  de  mi  ser !  ¡  Ah ! 
jsi  llegué  a  creer  que  había  muerto! 


—  Tí  — 

7 

Adoro  la  noche  que  nos  hace  sentir  la  pía- 

cidez  del  alma  naturaleza;  la  santidad  de  tanto 

\     ser  que  vive  más  allá  del  pensamiento;  y,  como 

os  decia,  tal  era  mi  paz  interior,  que  imaginé  ha- 

bia  muerto. 

Profundo  fué  mi  letargo.  No  supe  darme 
cuenta  de  si  aquella  voz  que  hablara  a  mi 
oído,  era  voz  humana  o  voz  de  presentimien- 
to. Comenzó  así : 

— Vengo  desde  muy  lejos  a  reposarme  y  en- 
cuentro que  has  usurpado  mi  sitio.  Pero  no  im- 
porta, quédate;  desahogaré  contigo,  criatura 
mortal,  el  secreto  anfargo  que  traigo  de  mis  an- 
danzas   por  esos  mundos  de  seres  intangibles. 

Presta  atención  —  susurró  la  extraña  voz. 
\  — Los  hombres  del  siglo  pasado  me  llamaron  ge- 
nio; si  te  acercas  a  mi  fosa,  verás  sobre  ella,  la 
insignia  del  buho  sapiente .  No  desdeñaron  elo- 
gios; también  leerás  en  las  preliminares  pági- 
nas de  mis  obras  la  palabj:a  inmortal.  —  Sentí 


A 


i  —  72  — 

que  la  voz  se  hacía  irónica,  despedazada.  —  En- 
greído en  mis  saberes  todo  penetré:  ciencia,  li- 
tiirgia,  magia,  química,  física,  poesía,  filosofía. 

loco  delirio  de  soberbia!  creí  que  en  mi  ca- 
beza la  verdad  encendía  su  tea.  Me  proclamaron 
apóstol,  quemando  ante  mí  ¡  humano  Icono !  los  in- 
ciensos y  mirras  destinados  a  los  dioses  paganos. 
Bajo  el  sayal  de  humildad,  rebelde  a  la  modes- 
tia, pavoneábase  erguido  mi  espíritu  fatuo.  In- 
feliz de  mí.  Hueca  estaba  mi  mente  como  es- 
piga sin  grano. 

En  el  apogeo  de  este  nefasto  esplendor,  lle- 
gó la  inevitable.  Irritada  sin  duda  de  tanta  fal- 
sedad, de  un  solo  tirón,  despojóme  de  la  mísera 
vestidura  que  ahora  pudre  entre  laureles,  allá  en 
el  rincón  del  campo  santo. 

Separado  bruscamente  del  mundo  de  los 
hombres,  contémpleme  desnudo  ante  los  implaca- 
bles ojos  de  mi  conciencia.  En  un  instante,  la 
muerte  habíame  transformado  en  juez  de  mi  pro- 


:¥#«: 


-  73  —  ■;'  ;;^^;' 

pia  causa.  Tuve  horror  de  ver  tanta  bajeza  reuni- 
da; enrojecí,  vergüenza  sentí  de  mezclarme  con 
las  otras  almas  errantes  del  espacio,  y  huí  del  ful- 
gor de  los  astros  hasta  perderme  en  la  nebulosa. 
_  Interesadas  mis  compañeras  en  el  fallo  de  mi 
conciencia,  único  arbitro  de  ambos  mundos,  si- 
guieren mi  vuelo.  Yo  me  esforzaba  por  aventa- 
jarlas. Una  de  ellas,  la  más  frágil  de  todas,  com- 
prendiendo la  tristeza  que  me  embargaba,  me  si- 
guió llena  de  solicitud.  ^  - 

Al  oír  junto  a  mí  el  ruido  de  sus  alas,  apre- 
suré la  fuga,  y  de  un  solo  envión  me  hundí  en  las 
frías  sombras. 

''Detente  hermana,  gritaba  mi  perseguidora, 
detente,  alma  temeraria.  Esa  región  del  Saos 
donde  te  lleva  tu  fatal  vuelo,  está  inexplorada. 
Grave  peligro  te  amenaza.  Por  Dios,  retrocede, 
Te  lo  suplico".  '    [ 

Como  hacía  poco  había  perdido  mi  humana 
envoltura,  aun  perduraba  len  mi  los  instintos,  y 
movido  de  curiosidad  k  interrogué.  / 


.■X 


■  '  !'       ■ 

"         -  74  -  -^  í 

Afable,  plena  de  gracia,  respondióme: 

"Vas  hacia  lo  ignoto,  hermana.  Desde  hace 
muchos  siglos  nadie  ha  penetrado  el  paraje  don- 
de diriges  el  vuelo.  Hay  en  él  algo  inexplicable,  en 
vano  yo  y  mis  compañeras  hemos  tratado  de  in- 
dagarlo; talvez  ocultó  allí  el  creador  el  arcano 
que  rije  los  mundos;  talvez  sea  la  nada...  No 
sé,  no  sé,  pero  no  intentes  penetrar  la  ne- 
bulosa ..." 

Yo  escuchaba  y  en  mi  espíritu  nacía  una  es- 
peranza. Quizá  encontraría  en  aquel  sitio  la  ex- 
piación de  mis  pasadas  flaquezas,  ¡qué  grande  ali- 
vio! Sin  pensarlo  más,  seguí  avanzando  en  las 
tinieblas . 

¿Cuánto  tiempo  estuve  allí?,  lo  ignoro.  El 
silencio  me  envolvía  en  fajas  de  hielo,  iba  petri- 
ficándome como  pedazo  desprendido  de  planeta 
muerto . 

Desesperadamente  trataba  de  luchar  contra 
el  sopor  que  embargaba  mis  alas,  creí  sucumbir. 

Jamás  olvidaré  aunque  atraviese  los  siglos. 


-  Té- 
janlas, la  dulce  sensación  que  experimenté  cuan- 
do una  mano  de  mujer,  mano  blanda  cual  las 

blandas  manos  de  las  madres  humanas,  tomán- 

I 
dome  como  un  pajarillo  entre  sus  dedos  cobijóme 

en  el  tibio  hueco  jde  las  palmas.  ^ 

Luego,  con  una  voz  que  no  escuché  tan  ar- 
moniosa en  los  tiempos  de  mi  juventud,  me  habló 
de  esta  manera:  /? 

"Paz,  hijo  mío,  paz.  Muy  osado  debiste  ser 
en  el  mundo,  cuando  en  esta  región  para  ti  des- 
conocida te  aventuras  a  tan  arriesgadas  empre- 
sas. ¿  Qué  te  ha  traído  hasta  mi  solitario  alber- 
gue? Después  de  Cristo  no  ha  venido  alma  al-  ?^ 
guna  a  golpear  mi  puerta .  Habla  hijo  mío,  acaso 
seas  el  mensajero  del  mundo  que  ha  tanto  tiem- 
po aguardo".  f 

Nada  respondí,  inmenso  dolor  hizo  inclinar 
mi  frente. 

"Ven  apóyate  en  mi  corazón,  hijo  de  la  tie- 
rra amada,  yo  calmaré  la  angustia  que  leo  en 
tus  ojos,  te  daré  serenidad".  i  v 


'^'^jf^^^-^c.y'^W^^^^^^!^-' 


76  - 


— Oh  mortal,  si  tuvieses  la  inefable  dicha  de 
escuchar  la  delicia  de  esa  voz,  pasarias  los  tiem- 
pos de  rodillas,  sumido  en  éxtasis.  Pero  esa  voz 
se  escucha  más  allá  de  la  muerte,  y  es  sólo  para 
aquellos  que  saben  encontrarla. 

No  continuaré  hablándote  de  esa  noble  mu- 
jer ella  es  modesta,  las  alabanzas  hieren  su  oído. 

Confiada,  llena  de  fervor  pasé  entre  sus  ma- 
nos los  umbrales  de  una  mansión  incomparable. 
No  creas  que  en  ella  había  fastuosidad,  tono  aper- 
lado velaba  las  cosas,  que  eran  pocas.  Había  allí 
flores,  las  más  humildes  que  nacen  en  la  prade- 
ras, pájaros  de  todos  los  climas;  libros,  todas  las 
obras  modestas  que  en  el  mundo  desdeñamos,  y 
sobre  una  piedra  de  granito,  abiertos  los  viejos 
brazos,  un  volumen  donde  resaltaba  profun- 
damente grabado  en  letras  de  oro  este  nombre. 
Salomón. 

-i»*  Observando  ella  que  fijaba  mi  atención  en 
esa  páginas  cuya  escritura  y  lenguaje  no  cono- 
cía, díjome : 


-  77  — 


**Este  libro  y  todos  los  que  ves  en  esta  estan- 
cia, son  de  mi  hermana  menor  que  alberga  con- 


migo". 


— Ya  puedes  imaginar  tú  que  me  oyes;  mi 
extrañeza  al  encontrar  tan  lejos  de  la  tierra  a  esa 
criatura  rodeada  de  cosas  familiares,  extrañeza 
que  aumentaba  al  darme  cuenta  del  interés  no  >^ 
disimulado,  que  sentía  por  los  habitantes  del  pe- 
queño planeta. 

Me  interrogó  sobre  los  asilos  de  menestero- 
sos, de  huérfanos,  de  idiotas;  preguntóme  por  las 
ambiciones  y  afanes  del  siglo;  pero,  llegó  al  col- 
udo mi  estupor,  cuando  la  vi  entristecerse  y  de-  i 
jar  caer  sobre  su  pecho  la  cabeza  orlada  de  albos 
cabellos. 

"Tengo  muchos  enemigos  en  tu  planeta  -t- 
díjome,  suspirando.  A  los  hombres/les  debo  mis 
cabellos  nevados.  ^ 

— ¿  Cómo,  interrumpí  yo ;  cómo  tu  que  vives 
tan  lejos  del  mundo,  puedes  ser  maltratada  allí? 


—  7«  - 


t< 


'Así  es,  —  dijo  ella,  inclinando  la  frente.  — 
^  No  puedo  explicarte,  hijo  mío;  es  demasiado  do- 
loroso, pero  es  así". 

— Díme,  te  lo  suplico  ¿quién  eres,  misteriosa 
señora,  que  tan  afable  acogida  me  has  hecho? 
¿Por  qué  vives  tan  sola  y  retirada  con  tu  her- 
mana? 

"Ella  y  yo  estamos  desterrados  desde  hace 
veinte  siglos.  Cuando  se  consumó  la  tragedia  del 
Gólgota,  escarnecidas  por  los  hombres,  huímos  de 
esa  inhospitalaria  tierra". 

"Pero  —  agregó,  reprimiéndose,  —  no  seas 
curioso,  hijo  mío.  Harto  has  penado  purgando 
^  '  tus  vanidades,  no  quiero  que  sufras  por  las  mi- 
serias de  los  que  aún  vagan  engañados  en  el 
mundo". 

— Gentil  señora;  dulce  amiga,  te  estoy  agra- 
decido. Quiero  saber  a  quién  debo  la  paz. 

"Sea  ccjmo  gustes,  díjome  severamente  tris- 
te. Y  plegando  los  labios  en  una  sonrisa  que  di- 


,^¿rr,' 


'  :    ■  _  79   -    '   " 

bujó  un  t^nue  refleja  de  ironía,  me  susurró  que- 
damente: Mi  hermana  es  la  Sabiduría  y  yo  soy 
la  Eondad". 

'perminando  su  relato,  sollozó  la  extraña  voz 
de  la  aparición,  y  sin  decirme  adiós,  se  alejó  pau- 
sadamente de  mi  oído.        . 

Me  levanté  de  un  salto;  esas  revelaciones 
hundiéronse  perforando  agudamente  mi  cerebro. 

Cojí  con  precipitación  mis  atavíos  de  moder- 
no peregrino,  y,. 'sin  mirar,  salí  al  camino. 

Interrogué  a  la  noche  en  un  afán  inconteni- 
ble de  persuadirme  que  había  soñado :  ¿  Es  cierto 
que  la  bondad  no  existe  ? 

Y  llegó  hasta  mi  la  silenciosa  respuesta,  en 
la  palidez  de  las  estrellas,  en  el  llorar  infantil  de 
la  fuente,  en  el  chillar  siniestro  de  las  aves  noc- 
turnas. 

Cuál  reina  empuñando  su  cetro,  apareció 
tras  la  montaña,  la  luna,  torvo  el  ceño,  roja  de 
ira,  castigando  al  mundo  en  un  azote  de  sangre. 


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EL  LEGADO 


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Ál^^.>£-áf^ 


EL  LEGADO 


Este  que  era  un  hidalgo  pobre,  pero  de  jus- 
to y  noble  corazón. 

En  sus  épocas  de  miseria,  supo  encontrar  el 
medio  de  animar  a  su  esposa  y  sonreir  al  tierno^ 
infante  su  hijo.  Rechazó  con  energía  los  procedi- 
mientos poco  escrupulosos  de  proporcionarse  bie- 
nestar, prefiriendo  tener  un  físico  escueto  por  las 
privaciones;. eso  le  daba  mayor  aire  de  señoría  — 
decía,  chanceándose  —  y  su  lema  fué :  "Hidalgo 


■!í^,"---'  ?>■."  <'■■*'■?:'■. 


-84  - 

honrado,  antes  roto  que  remendado".  El  severo 
varón  era  de  ánimo  dulce,  incansable  amigo  del 
bien.  i 

Vivió  en  la  tierra  de  los  hidalgos  —  ¿voso- 
tros sabéis  donde  es,  verdad,  lectores  ?  —  Por  allá 
en  el  año.  .  .  tengo  mala  memoria,  perdonadme, 
pero  no  recuerdo. 

Sucedió  que  el  asiduo  luchar,  encaneció  sus 
cabellos  prematuramente,  y  encorvó  sus  espaldas. 
A  pesar  de  ello,  jamás  nadie  observó  en  su  ros- 
tro cetrino,  la  mueca  de  un  disgusto.  Proporcio- 
naba sumo  agrado  al  extranjero,  estrechar  esa 
mano  flaca,  ceremoniosa,  que  parecía  un  escudo 
de  nobleza  cuando  para  saludar,  la  apoyaba  ga- 
lantemente contra  su  corazón. 

Crecía  el  infante  a  la  vera  de  tan  saludable 
sombra,  repartiendo  sus  caricias  entre  la  hirsu- 
ta barba  del  hidalgo,  y  los  resplandecientes  cabe- 
llos de  su  madre. 

Era  muy  pequeño  aún,  cuando  un  traidor 


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^  ^  -  85- 

encuentro  con  los  moros  arrebató  la  vida  del  afa- 
ble señor,  y  a  su  vez  la  pena  de  esta  ausencia 
eterna,  apagó  como  un  cirio  los  ojos  de  la  madre. 

Por  mucho  tiempo,  los  feligreses  de  aquel 
lugar,  vieron  entrar  «el  mancebo  al  recinto  de  los 
fieles,  llevando  entre  sus  manos  grandes  ramos 
de  lirios.  Distribuía  esas  flores  religiosamente, 
sobre  la  losa  donde,  olvidados  de  la  vida,  dormían 
sus  progenitores.  Después  de  un  fervoroso  soli- 
loquio, se  retiraba  el  muchacho  con  paso  firme, 
dejando  la  custodia  de  la  fosa  amada  a  los  lirios, 
blancos  pajes  del  silencio.  •, 

Como  herencia  sólo  le  habían  qu'edado,  el  re- 
cuerdo del  ánimo  tesonero  del  hidalgo,  y  la  san- 
gre azul  que  circulaba  en  sus  venas. 

Dedicóse  el  huérfano  al  trabajo,  haciéndo- 
se cargo  de  las  fincas  de  un  burgués.  No  era  de 
su  agrado  este  deslucido  oficio.  Sus  sueños  lo  re- 
montaban a  épocas  de  guerra,  haciendo  resaltar 
en  su  mente  episodios  leídos  en  libros  de  caballe- 


y 


'■¡ñfr-'  l^:'-'  'V 


'■:•'''/■TW^f^!7S.¡rí■■■i■lJ^^^ 


—  86  — 

fía,  donde  se  producían  sangrientos  encuentros  y 
raptos  de  hermosas  doncellas,  que  t  erminaban 
por  'enamorarse  de  los  arrogantes  enemigos. 

Entregado  enteramente  a  '^us  labores  de 
campo,  apenas  el  muchacho  ,tenía  tiempo  para 
distraerse.  La  noche  lo  tumbaba  rendido  en  el 
, fresco  camastro,  sin  otro  deseo  que  cerrar  los 
ojos,  y  dbrmir.  Los  domingos  se  allegaba  a  la 
fuente  para  recrearse,  mirando  las  caras  rozagan 
tes  de  las  mozas,  pero  no  se  atrevía  a  dirigirles 
la  palabra,  porque  su  carácter  €ra  excesivamente 
tímido. 

Guardaba  su  salario  intacto  en  el  fondo  de 
un  carcomido  arcón,  con  el  paciente  propósito  de 
reunir  una  pequeña  fortunita,  para  emprender  un 
largo  viaje.  Al  cabo  de  varios  años,  casi  agota- 
do por  largas  fatigas,  se  encontró  poseedor  de 
algunos  maravedíes  en  oro,  y  pensó  entonces, 
realizar  sus  ardientes  deseos  de  rodar  tierras. 
Cuando  tuvo  todo  listo,  suspendióse  al  cuello  un 


_  87  —  :  '- 

escapulario  con  la  imagen  de  la  Virgen  de  los  Des- 
amparados, colgósie  al  cinto  la  espada  del  hidalgo, 
y  partió.  ' 

Los  campesinos  de  la  comarca  viéronlo  ale- 
jarse entristecidos.  El  muchacho  era  bueno;  un 
coro  de  bendiciones  lo  acompañó  en  el  camino.  Al 
cabo  de  unos  mieses,  como  no  tuvieron  noticias, 
lo  echaron  a4-^lvido,  fiel  compañero  de  los  que  se 
despiden. 


— Que  si,  que  no,  —  disputan,  en  el  umbral 
de  una  ri^tica  vivienda,  dos  ancianas  lugareñas. 

— Que  no,  mujer,  que  no  puede  ser.  Cómo 
quieres  comparar  a  este  hombre  acabado,  de  an- 
dar  vacilante,  con  el  joven  que  partió  hace  cin- 
co años;  el  otro  era  fuerte,  trabajador,  y  este 
parece  un  mendicante. 

— No  discuta,  vecina,  sobre  lo  que  no  está 


—  88  - 

segura  —  respondió  la  más  anciana.  Reco- 
nozco al  antiguo  empleado  de  mi  amo  en  este 
mancebo.  Sus  ojos  eran  azules  como  cuentas  de 
aderezo ;  ahora  están  más  turbios,  pero  es  su  mis- 
ma mirada  tímida. 

— Ahí  viene  —  exclamaron  las  dos  en  coro 
—  ya  sabremos  a  que  atenernos. 

Un  hombre  avanza  por  el  estrecho  sendero, 
un  hombre,  si  es  que  así  puede  llamarse  a  la  ex- 
traña figura  que  se  acerca;  ¿es  el  hijo  del  hidal- 
go? La  flacura  ha  espigado  su  talle,  y  en  el  fon- 
do del  cráneo  titilan  los  ojos,  como  próximos  a  ex- 
tinguirse. 

Camina  sonámbulo,  sin  fijar  la  vieta  en  los 
sitios  familiares;  su  andar  es  débil,  lleva  la  ca- 
beza baja  hasta  tocar  su  pecho  con  la  barba.  Do- 
blegado por  el  peso  de  un  gran  abatimiento,  bus- 
ca refugio  en  la  tumba  de  los  padres,  tanto  tiem- 
po abandonada. 

— Perdón,  padres  míos.    He  Venido  arras- 


trándome  a  buscar  el  calor  de  vuestros  recuer- 
dos, cuando  nada  me  quedaba  de  pureza.  . 

Mi  alma  está  pobre,  pobre,  más  que  el  la- 
zarillo del  mendigo,  y  hay  tanta  tristeza  en  mi 
interior  como  en  un  campo  des  vastado.  Tronché 
con  inquietud  febril,  todo  lo  bello  que  salió  a  mi 
encuentro,  mancillé  ilusiones,  destrozé  el  alma 
que  me  ofreció  un  amor  sencillo,  hurgué  en  el  vi- 
cio, y  en  su  charco  dejé  mi  sana  juventud. 

¡Ah  si  pudierais  ver  lo  enfangado  y  harto 
que  está  mi  espíritu,  no  me  maldeciríais,  muertos 
míos!  • 

Sólo  me  resta  terminar  la  obra  destructo- 
ra. .  .  Al  deci;^^esto  cruzó  en  un  azote  negro  la 
frente  del  mancebo  el  látigo  del  misterio. 

Largo  rato  estuvo  caviloso,  apoyado  en  el 
muro  del  templo.  Luego,  como  saliendo  de  uii 
sueño,  cogió  el  ancho  sombrero  caído  sobre  las  lo- 
sas y  salió  del  recinto,  tambaleante,  pesaroso 
en  dirección  al  camino  que  llevaba  a  la  mon- 
taña. 


_  90  - 

Sus  manos  fuertementes  oprimidas  contra 
el  pecho,  trataban  de  sentir  la  última  caricia  pu- 
ra, la  caricia  de  la  Virgen  de  los  Desamparados, 
que  colgaba  a  su  cuello.  Acercándola  a  sus  labios, 
puso  el  beso  desmayado  de  su  alma  en  la  imagen 
bendita,  y  en  un  impulso  desesperado  arrancó  de 
su  cinto  la  espada  del  hidalgo,  para  atravesarse 
el  corazón. 

Pero  el  viejo  puño  de  bronce  cedió,  abrién- 
dose en  dos,  y  cayó  de  su  hueco  este  amarillento 
pergamino. 


A  Gonzalo  de  Lara 

''Hijo  mío: 

Guíame  al  legarte  estos  consejos  un  senti- 
miento de  humanidad,  y  el  propósito  de  volverte 
un  caballero  serenísimo,  dueño  de  tus  pasiones  y 
de  firme  voluntad,  como  tal  debe  ser  el  hombre 


-f^  ^ 


-  91  -        ]  :i'r^  n 

que  hereda  el  linaje  de  tu  padre,  y  de  tanto  va- 
liente antepasado. 

Estas  líneas,  trazadas  por  la  mano  de  un  an- 
ciano, mano  impregnada  en  la  experiencia  del 
combate  por  la  patria  y  por  la  vida,  te  darán,  for- 
taleza en  horas  desfallecidas,  y  reconforto  en  tus 
instantes  de  amargura. 

Comenzaré  por  advertirte,  hijo  mío,  que  del 
camino  que  tornes  dependerá  tu  felicidad.  No 
vayas  de  prisa  por  la  vida,  observa  con  ojos  pro- 
fundos todo  lo  que  te  rodea,  aprende  a  extraer 
del  mal  que  te  acecha,  lel  fruto  que  es  el  bien.  Si 
logras  establecer  una  estrecha  amistad  con  tu  es- 
píritu, no  te  exasperarán  las  sañudas  e  inflexi- 
bles dificultades  que  fatalmente  esperan  en  mi- 
tad de  la  ruta,  para  hacer  tragar  al  hombre  el 
agrio  polvo  de  que  fué  hecho. 

Quiero  hijo  mío,  que  formes  para  tu  culto, 
un  ideal  'fuerte,  icuyas  raices  estén  firmemente 
atadas  a  la  belleza  de  tus  sentimiientos. 


-V        ■       -■;-■.•-:-..-  ,  ,i'--y:^  '^^-.'%'^^t. 


^'''  -  92 


Cuídate  de  todo  lo  que  reluce,  el  exceso  de 
fulgor,  es  'el  mejor  medio  para  dejar  la  mente  en 
tinieblas. 

Me  es  un  deber  prevenirte,  no  tengas  mu- 
chos amigos;  ten  presente  que  cuando  el  diablo 
reza  engañarte  quiere. 

No  des  gran  importancia  a  los  seres  huma- 
nos, ayúdalos  siempre,  consuélalos  cuando  pue- 
das. Tampoco  tomes  estrictamente  los  consejos 
y  alabanzas .  Los  primeros,  rara  vez  son  desin- 
teresados;  las  segundas,  son  armas  definitivas 
para  lograr  un  propósito.  El  hombre  es  sucep- 
tible  de  engañarse.  Me  parece  acertada  la  comu- 
nión con  la  naturaleza;  ella  es  fuente  insondable 
de  sabiduría;  si  te  fijas  bien,  encontrarás  en  sus 
gestos  la  enseñanza  que  precises  para  allanar  tus 
dificultades. 

Observa  también  a  tus   inferiores;  en  más 

,  de   una   ocasión   te   servirán   ellos   de   provecho. 

Nada  hay  bajo  el  sol  que  no  encierre  un  ejemplo. 


93  - 


No  huyas  el  sufrimiento,  hijo  mío,  antes 
bien  búscalo,  sólo  asi  alcanzarás  serenidad.  Tú, 
con  tu  propio  esfuerzo,  debes  de  horadar  el  duro 
lecho  de  piedra  donde  ella  se  enconde.  • 

Las  primeras  decepciones  preparan  para 
la  lucha  futura,  son  el  nervio  de  la  energía. 

Todo  ser  lleva  un  tesoro  dentro  del  corazón. 
Guarda  el  tuyo,  hijo  mío.  Cúbrelo  con  tus  dos 
manos  formándole  una  defensa ;  no  permitas  que 
aquella  larva  venenosa,  incansable  perseguidora 
de  la  juventud,  escoja  en  él  su  guarida. 

Acrecienta  ese  tesoro  enriqueciéndolo  en 
bondades,  como  la  hormiga  provee  de  alimentos 
su  cueva  de  invierno .  El  te  dará  pan  moral,  más 
tarde,  cuando  solo  y  dolorido  te  haya  botado  en 
la  playa  de  la  vida,  el  fogoso  corcel  a  cuyas  cri- 
nes va  asida  la  inconciencia . 

Abandona  el  camino  por  donde  vayan  tus 
hermanos  ataviados  de  relumbrantes  oropeles, 
fantochesco  ropaje,  con  que  cubre  sus  miserias  la 


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/- 


94  - 


hueca  farsa  humana.  Viste  de  peregrino,  hijo  mío, 
y  golpea  rudamente  con  tu  cayacío  en  la  roca  in- 
terior, hasta  que  brote  el  agua  limpia  del  bautis- 
mo, agua  donde  deleitada,  bajará  a  saciar  su  sed 
de  bien  tu  alma. 

Adelante,  y  no  desmayes,  pon  tu  frente  vuel- 
ta hacia  los  astros,  y  tu  corazón  descubierto  a 
los  malos  y  buenos  vientos. 

Acoje  en  tu  seno  al  desgraciado,  tiende  tu 
diestra  al  que  te  injurie,  no  rechaces  las  bendi- 
tas penas  que  enseñan  y  redimen. 

Entonces,  sólo  entonces,  hijo  mío,  recibirás 
la  sagrada  palma  ,que  te  envía  el  Omniscio  Señor 
de  todos  los  mundos  y  justísimo  tribunal  de  las 
alturas  celestes. 

Paz  te  desea 

■t 

Tu  padre". 


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95  —  ,      /"■  "b   ■     '•■: 


*  * 


Cuentan  las  crónicas  de  aquel  país  de  hidal- 
gos, que  ha  muchos  años,  fué  encontrada  en  lo 
espeso  de  las  montañas  una  cueva  sombría. 

Dentro  de  ella,  respetado  por  los  siglos,  dor- 
mía un  ermitaño  el  sueño  eterno.  Su  faz  alar- 
gada por  los  ayunos,  era  la  imagen  misma  de  la 
serenidad.  ^ 

Guardando  el  olvido  del  severo  ascfeta,  echa- 
do a  &ÜS  pies,  con  las  icrines  rebeldes  y  el  mirar 
tranquilo,  custodiábalo  un  león.  ""       , 


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CONFESIÓN 


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CONFESIÓN 


Ven  acá,  tú  anciano,  que  ahora  fijas  los  opa- 
cos ojos  en  mis  páginas;  para  tí  sólo,  voy  a  con- 
tar el  último  cuento. 

No  desconfies  de  mi  ^narración,  y  si  ella  te 
apena,  te  ruego  ¡oh  anciano!  te  ruego  no  llores. 

Serás  indulgente  con  la  princesita  de  mi 
cuento  lo  sé;  porque  ya  veo  en  tus  párpados  el 
anuncio  del  sueño  que  te  llevará  a  dormir  en  la 
gran  cuna  hospitalaria,  hermana  de  aquella  otra 


^- 


-  iOO  —  ! 

I 

de  marfiil  o  de  pino,  donde  te  recibió,  hechizada 
de  ternura,   tu  amante  madre.  ;: 

No  temas  descender  a  la  cuna  augusta,  la 
tierra  también  tiene  dulzuras  femeninas. 
,        Anciano,  préstame  el  apoyo  de  tu  endeble 
pecho    para  c[ue  en  el  recline  mi  cabeza,  di  a  tu 
corazón  que  me  escuche,  es  a  él  a  quien  hablaré. 

En  un  reino  lejano  cuyos  campos  doraba  en 
estío  la  fertilidad,  a  orillas  del  océano  azul,  vivió 
ha  muchos  años  una  princesa  loca,  que  debió  mo- 
rir al  nacer,  y  digo  morir,  porque  su  estrella  era 
roja  con  el  nimbo  del  signo  fatal. 

Sus  padres,  incrédulos,  se  mofaron  de  los  au- 
gurios que,  después  de  mirar  la  "Copa  de  oro",  le 
predijeron  los  magos  del  reino.  No  hicieron  caso 
d€  la  trágica  advertencia,  y  ella  estaba  grabada 
en  la  frente  de  la  princesita  a  raiz  misma  del 
pensamiento. 

I  i  -^ 


-,¥■'  -^ 


—  101  — 


La  chiquilla  era  buena,  como  buena  es  la 
tempestad.  Su  espíritu  hecho  para  los  grandes 
encuentros,  no  tenía  límite  en  sus  audacias,  en 
sus  amores,  y  sus  ansias. 

Ignorando  los  reyes,  sus  padres,  el  temple  de 
esa  alma  juvenil,  temían  que  aquella  espontanei- 
dad, originara  malos  sentimientos  y  decidieron 
poner  atajo  a  su  desarrollo,  como  un  torpe  jar- 
dinero, que  poda  con  filosas  tijeras  los  brotes  de 
una  encina,  porque  quiere  que  se  vuelva  arbusto 
como  las  otras  plantas  del  jardín. 

Crecían  los  rasgos  extraños  en  la  princesi- 
ta,  a  despecho  de  las  crueles  precauciones  pater- 
nas; —  tú  bien  sabes,  anciano  que  no  hay  atajo 
para  el  reflujo  del  mar;  por  el  contrario,  parece 
que  se  enfurece  cuando  quieren  cabalgar  sobre 
sus  lomos  inquietos.  ¿No  te  advertí  al  principio, 
/  que  la  princesita  era  buena  como  la  tempestad?  — 
Crecía  esbeltamente,  cual  los  trigos  de 
:    aquel  reino  prodigioso,  y  era  aficionada  a  soñar. 


■,,.:-  .  ■        "    i   .' 

:"-  -  102  —  '         .   '. 

-  '_-  -       "  ■   -."/¿"''^  ■. 

Todos  sabemos  que  los  sueños  son  trampa  de  la 
fea  realidad. 

Cuando  llegó  a  la  edad  del  corazón,  la  im- 
petuosa princesita  se  dispuso  al  amor,  buscando 
entre  los  principes  rubios,  aquel  qufe  dijera  mayo- 
res ternuras  en  su  rosado  oído. 

Para  desgracia  de  ella,  quien  sedujo  su  alma 
fué  un  paje  aventurero,  que  cantaba  como  el  pá- 
jaro azul,  y  que  hacía  tan  bien  la  comedia  del 
dolor,  que  la  princesa  emocionada  lo  amó  por 
compasión. 

Más  tarde,  cuando  ya  no  había  tiempo  de 
arrepentirse,  pudo  ella  ver  el  interior  de  ese  ele- 
gante paje.  Era  de  trapos  raídos  el  corazón,  co- 
mo el  de  los  títeres  que  sirven  de  inocente  di- 
versión.  Anciano,  anciano,  que  pena  horrible  ex- 
perimentó la  pobre  princesita;  la  misma  angus- 
tia que  tendrías  tú,  si  vieras  que  el  viento  derri-: 
ba  las  florecillas  plantadas  por  tu  propia  mano 
en  el  huerto  —  tu  tienes  un  huerto,  ¿verdad  an- 
dino? — 


—  103  —        / 

Uno  a  uno,  cayeron  los  castillitos  que  le- 
vantó su  fantasía.  Ella,  todavía  de  pié  entre 
las  ruinas,  parecía  una  palmera  joven  castigada 
por  el   rayo  de  la  ira  divina. 

Al  verla  próxima  a  sucumbir,  todos  los  ma- 
los huracanes  comienzaron  a  golpearla,  el  mun- 
do desatado  en  sus  lúgubres  pasiones  quizo 
hacerla  su  víctima.  Con  boca  profana  lanzaba  en 
el  bonito  rostro  el  soplo  amargo  de  sus  impíos 
deseos. .  .  ^ 

Sufrió  la  princesita,  hasta  sentir  en  la  mé- 
dula de  sus  huesos  el  frío  de  la  maldad.  ¿Fué 
mala?  No  sé,  no  sé.  Lloraba  mucho,  alguien  le 
ha  dicho  que  las  almas  que  lloran  tienen  perdón 
de  Dios. 

Sí,  la  princesita  lloraba,  con  los  ojos  fiera- 
mente fijos,  y  las  manos  crispadas  sobre  el 
corazón. 

Era  buena,  buena,  como  la  tempestad. 

Al  cabo  de  algunos  años  de  rudo  combate 


'•  ■  -  104  —     "        .       i     ■  /y^mM-: 

por  la  vida,  porque  la  chiquilla  quedó  abandona- 
da de  todos,  silenciosamente  triunfó  en  ella  el 
bien.         ' 

Esa  cabecita  loca  hecha  para  todas  las  be- 
llas frivolidades,  se  inclinó  cargada  por  el  peso 
de  la  meditación,  y  sus  manos,  antaño  mariposas 
traviesas,  se  volvieron  dos  moJijitas  blancas  de 
esas  que  amortajan  a  los  muertos  anónimos. 

Su  boca  ya  no  injuriaba  a  la  suerte,  la  paz 
la  había  sellado  con  un  dulce  beso  de  resignación. 
Ella  era  buena,  hija  de  la  tierra,  apasionada  y 
calma,  hija  del  mar,  fresca  y  vibrante  hermana  de 
la  tempestad. 

Para  reposar  tranquila  sólo  aguarda  el 
perdón  de  un  alma  buena.  ¿Quieres  dárselo  tú, 
anciano;  tú  que  inclinas  la  frente  hacia  el  seno 
del  Señor? 

Al  contarte  este  cuento  a  tí,  sólo  a  tí,  he  pe- 
dido que  pongas  como  oído  tu  corazón. 


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ÍNDICE 


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ÍNDICE 


Péginai 

Mahmú ^  ^ 

También  para  ellos 19 

Caperucita  roja 31 

A  la  vera  del  brasero 43 

El  retrato 61 

i  Quién  eres  ? 69 

El  legado 83 

Confesión •  99 


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\ 


■  \     1,         ■     ■ 


ESTE  LIBRO    LO    ESCRIBIÓ   TERESA  DE  LA  f 

LLAMADA    ENjílE    LOS    PROFANOS 

THÉRÉSE     ^ILMS     MONTT    Y    SE 

ACABÓ  DE  IMPRIMIR  EN  LOS 

TALLERES    DE    OTERO 

¿k    C.»    EL    DÍA    24 

DE  FEBRERO 

1919.